Por Osvaldo Álvarez Guerrero (1940 - 2008).
La Argentina tiene muchos problemas, tantos que en sí misma constituye una cuestión que no se termina de aclarar; o que si se presumiera aclarada, arroja posibilidades de respuesta discutible y dudosa.
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Hacia 1981 Raúl Alfonsín escribió un libro, “La Cuestión Argentina”. Se preguntaba: ¿Dónde estuvo el origen de las crisis y la decadencia? La ubicación en el tiempo no parecía discutible: 1930, año de la caída del Presidente Yrigoyen y su sistema democrático, fue el primero de una larga cadena de golpes militares. ¿Quién o quiénes eran los responsables? ¿Las fuerzas armadas, los políticos, los sindicatos, el imperialismo? La tesis central afirmaba la existencia perturbadora y la responsabilidad directa de una oligarquía dominante, que aprovechó las divisiones del pueblo en antinomias inconducentes. Como en el circo romano, la oligarquía asistía satisfecha a la pelea de radicales y peronistas, socialistas y comunistas, gladiadores fuertes y valientes de igual condición. Y desde el palco imperial la Oligarquía bajaba el dedo para declarar la derrota y muerte de algunos de los contendientes, que no alcanzaban a comprender que la pelea auténtica no debía dilucidarse entre ellos, y que él auténtico enemigo no estaba en la arena. Las fuerzas armadas constituían, en todo caso, el instrumento armado que eventualmente se utilizaba para el ejercicio del poder plutocrático sin raíz nacional. En otras oportunidades serían las fuerzas políticas y sindicales los cómplices ingenuos (o no tanto) de esa Oligarquía.
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El libro adoptaba la forma de reportaje, con cierta analogía dialéctica, sin conclusiones absolutas.
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Cito aquella inquisitoria casi olvidada de uno de los protagonistas de nuestro tiempo, porque sirve para mostrarnos las apariencias de relativismo y variabilidad con que se nos presenta la “Cuestión Argentina”. Hasta podemos llegar a interrogarnos, en estos días de desorientación generalizada en el pensamiento político, sobre la corrección lógica, conceptual o aun lingüística de ese planteo. Por lo pronto, en ese curso de pensamiento, brota el peligro del esquematismo ¿Es que nuestra cuestión es una y totalmente abarcadora? ¿Tal vez una suerte de sumatoria que conjuga todos los problemas y los unifica ontológicamente?
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Convengamos que estos cuestionamientos, exacerbación del relativismo, son parte del problema, no una precondición ajena a éste.
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Por lo demás ¿habrá efectivamente una cuestión problemática con especificidad argentina? En tiempos de globalización la pregunta es plausible. La respuesta afirmativa respecto de la existencia de problemas específicamente nacionales dependerá de la perspectiva con que encaremos semejante inquisición. Si existiera un conocimiento acabado del llamado proceso de globalización, que no es el caso, igualmente nos toparíamos con manifestaciones variables, efectos y causas diversas, ecos heterogéneos según circunstancias de tiempo y lugar, no solo en el examen de la “aldea global”, sino aun en la mucho más restringida realidad regional.
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Todo conocimiento social impone la necesidad de asumirnos como sujeto y como objeto de examen, simultáneamente. Ese sujeto somos nosotros, argentinos de aquí y de ahora, y ese objeto es nuestro país. Por lo tanto, resulta vital que comprendamos que el primer paso de toda respuesta a los problemas argentinos ha de circunscribirse, lo queramos o no, a lo más inmediato y presente. Ahora bien: lo que más directamente nos afecta es la Argentina. Y esa es una experiencia intransferiblemente singular. Para que nos duela lo argentino, hemos de sentirnos sujetos irreemplazables del dolor, e incorporando la convicción de esta singularidad, cuestionarnos lo que es propia e indubitablemente el objeto de la dolencia.
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Todo conocimiento social impone la necesidad de asumirnos como sujeto y como objeto de examen, simultáneamente. Ese sujeto somos nosotros, argentinos de aquí y de ahora, y ese objeto es nuestro país. Por lo tanto, resulta vital que comprendamos que el primer paso de toda respuesta a los problemas argentinos ha de circunscribirse, lo queramos o no, a lo más inmediato y presente. Ahora bien: lo que más directamente nos afecta es la Argentina. Y esa es una experiencia intransferiblemente singular. Para que nos duela lo argentino, hemos de sentirnos sujetos irreemplazables del dolor, e incorporando la convicción de esta singularidad, cuestionarnos lo que es propia e indubitablemente el objeto de la dolencia.
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Los problemas argentinos podrían clasificarse e incluso jerarquizarse por su importancia y preeminencia, por su carácter y objeto. Así han de ser urgentes o mediatos, originales o derivados, primarios o secundarios; morales, culturales, sociales, económicos, políticos. La teoría de los juegos estratégicos utiliza estas clasificaciones para trazar escenarios, deducir encrucijadas y alternativas, proponer métodos. Frecuentemente estas son jugarretas intelectuales, máscaras retóricas de una tecnocracia que encubre la pereza ante la praxis, y el temor a lo innovador e imaginativo.
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Bertolt Brecht, en tiempos de dogmatismo stalinista en los que la inteligencia crítica era considerada literalmente un pecado revolucionario, sugería a los jefes comunistas encargados de la propaganda partidaria que, en vez de hacerla sobre la base de dar respuesta a todos los problemas, confeccionaran una lista de los problemas que no tenían respuesta alguna.
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Su proposición no era una ironía, sino una objetiva y directísima descripción de la estupidez imperante en todo pensar autoritario. Por lo tanto, aplicable también a las concepciones vigentes del fascismo de mercado que hoy pretende inculcarnos sus verdades sin alternativas...
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Como el pesimismo parece el resultado de estas complejidades, se tiende a pensar que los problemas que nos aquejan no tienen ninguna solución. Con lo cual dejarían de ser dramáticos para convertirse en fatalidades trágicas. Entonces ni valdría siquiera la pena hacerse planteo inquisitorio alguno. En ese campo de metafísica negativa, lo fatal rechaza toda consideración crítica. Solo puede imponer resignación, o en todo caso, culpa. Pero la culpa sólo concierne al pasado. Podríamos imaginar que la fatalidad se generó en una cadena de sucesivos errores, en alternativas no descubiertas oportunamente, en la ceguera o en el escepticismo de eventuales impotencias pretéritas. Pero en la medida que no se considere lo vivido como una experiencia útil, ese camino se cierra en sí mismo No es adjudicándonos culpas de ese pasado, sino haciéndonos cargo de él, como encontraremos su traza. Ese es el signo que nuclea hoy a la Argentina como problema.
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La cuestión cultural.
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Si le damos a la cultura su más amplia acepción antropológica, la batalla cultural que debemos emprender contra el régimen, es un problema central, y mucho tiene que ver con la perversión de la palabra. El régimen la ha corrompido. Rescatemos su axial importancia.
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Si le damos a la cultura su más amplia acepción antropológica, la batalla cultural que debemos emprender contra el régimen, es un problema central, y mucho tiene que ver con la perversión de la palabra. El régimen la ha corrompido. Rescatemos su axial importancia.
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José Ortega y Gasset decía que "La palabra es confesión. Todo otro destino que se le quiera dar es sucedáneo e impío, y el lenguaje, siempre que aspira a la plenitud de su misión consistirá en un verter nuestra alma sobre el alma ajena intentando romper la terrible, radical soledad de los espíritus con que la vida social tan enferma de ficciones finge entre nosotros "proximidades" que en realidad no existen... Frente a esta soledad nativa tiene la palabra un oficio exquisitamente unificante”.
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Quizá ahí, en ese ámbito cultural que constituye la palabra, sincera y clara, como medio e instrumento de lazo y comprensión, se encuentre la clave para concretar el sueño de la efectiva unión nacional.
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Desde ahí, se disparan los otros problemas argentinos. Por ejemplo, el de los Partidos Políticos, instituciones básicas de la Democracia. Obviamente, el de la economía popular desquiciada, que tiene naturaleza y condición política, y que pretende vedarse a la participación de la ciudadanía, siendo como lo es, donde se ve más afectada y excluida por el régimen neoliberal. El régimen (el modelo) no se ha derrumbado, como ingenuamente se creyó en la crisis de 2001. La subsistencia de ese régimen de dominación política, sus trampas ideológicas, su difusa naturaleza que se presenta como novedosa, ahistórica y positivista, es otro problema fundamental
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Intentemos unas notas aproximativas a las características del modelo vigente, en la búsqueda de categorías teóricas y prácticas que esclarezcan este gran tema.
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El régimen no se va solo y cuida celosamente su continuidad. La “seguridad jurídica”, la “previsibilidad” de las conductas gubernamentales, el "riesgo" país y los atractivos rentables que seduzcan a los inversores en busca de altas ganancias, el juego de las fuerzas del mercado, la competitividad y otras argucias del “saber establecido", son su discurso preferido. Ese discurso se filtra en todos los sectores y clases sociales. Es profundamente conservador, por convicción y vocación.Sin embargo, no lo demonicemos con su presumida inexpugnabilidad vencedora, condición "sine qua non" para enfrentarlo. Aunque objetivamente impiadoso e implacable, al fin y al cabo, es también construcción humana - por cierto no humanitaria -; y posee una fragilidad timorata que le es intrínseca. Su campo preferido es el de la dominación financiera. A partir de las finanzas, el poder que ostenta ya no está fundado en la propiedad de la tierra, o en las actividades productivas exportables, sino en la explotación de algunos servicios públicos monopólicos y de los recursos naturales no renovables. Deriva de sus vínculos con el gran capital especulativo transnacional, y es usufructuario de los beneficios de esa dependencia cipaya del exterior. Ese ha sido el origen de los negociados corruptos y corruptores de la deuda externa y de las privatizaciones consecuentes.
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Denunciar las mentiras y falacias del Régimen es insuficiente. Antes es necesario comprender sus estrategias, en las que hay que reconocerle astucia y un enorme instrumental persuasivo. La idiotización masiva suele ser la gran arma de cualquier régimen autoritario, incluso para los que alegan su democratismo.
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Mercantilista y parasitario, el Régimen desprecia los valores del espíritu, ámbito sagrado de la persona, en el que la democracia se afirma. Descreído de los valores éticos de la República, solo invoca la libertad para sí mismo y en perjuicio de la ciudadanía, ignorando la igualdad requerida para un orden justo y la solidaridad que constituye su fermento. Para vencerlo es necesario entenderlo en su historicidad. Lo que somos y padecemos hoy los argentinos es producto de nuestra propia construcción histórica.
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La Nación ausente.
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En la última historia es donde detectamos las contradicciones y los fracasos, las debilidades y también la fuerza del Régimen, que con sus figuraciones y desfiguraciones nos sigue aun gobernando.
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Nuestro país fue desintegrado, desquiciado en todos y cada uno de los mitos impulsores de proyecto. En ese proceso distingamos tres etapas.
Nuestro país fue desintegrado, desquiciado en todos y cada uno de los mitos impulsores de proyecto. En ese proceso distingamos tres etapas.
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1) En la década del setenta, desde uno y otro bando en pugna, se aniquiló la idea de "Revolución", pensada como cambio drástico y voluntario de las relaciones de poder. Esa idea estuvo presente en el origen mismo de la Nación, porque fue revolucionaria la independencia y la creación de la República A los revolucionarios de los setenta les sobró soberbia armada, la torpe inoportunidad de sus métodos y las falacias ideologizantes, de un dogmatismo mecánico e irracional. A los represores del Proceso los distinguió su radical y reaccionaria negación a todo cambio sustancial, y el desconocimiento de los más elementales valores humanos. Esa anti-ética desembocó en la muerte y el genocidio.
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1) En la década del setenta, desde uno y otro bando en pugna, se aniquiló la idea de "Revolución", pensada como cambio drástico y voluntario de las relaciones de poder. Esa idea estuvo presente en el origen mismo de la Nación, porque fue revolucionaria la independencia y la creación de la República A los revolucionarios de los setenta les sobró soberbia armada, la torpe inoportunidad de sus métodos y las falacias ideologizantes, de un dogmatismo mecánico e irracional. A los represores del Proceso los distinguió su radical y reaccionaria negación a todo cambio sustancial, y el desconocimiento de los más elementales valores humanos. Esa anti-ética desembocó en la muerte y el genocidio.
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2) En el principio de los años ochenta se banalizó el concepto de "Patria". Invocándola falazmente, los jefes del Proceso nos llevaron a la absurda Guerra de las Malvinas, a la derrota humillante, a la traición y al sacrificio de muchos jóvenes, hasta los extremos del desencanto de los argentinos respecto de los valores superlativos que la "Patria" contiene. Sin ellos no son posibles las solidaridades pujantes que socializan a los hombres, en ninguna geografía ni en ningún tiempo. La Patria no debió jamás estar asociada exclusivamente a la guerra, menos aun cuando el belicismo se generó en la desesperación de los dictadores para perpetuar su tiranía.
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3) En los años noventa, en fin, se fue corroyendo la "Política" como ética de la Democracia, hasta convertirla en cruda ingeniería para el ejercicio amoral del poder plutocrático. Los partidos políticos se transformaron en maquinarias publicitarias de electoralismo sin contenidos, sin ideas y sin principios. Se construyó el discurso totalitario de carácter hegemónico, que niega alternativas y congela en el escepticismo la dialéctica connatural a la evolución de la Sociedad. Hoy abundan los tacticajes, las agachadas y el acuerdismo maniobrero propio de las sociedades decadentes.
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La Argentina del inicio del siglo XXI carece de Nación. Que el lector entienda la "Nación" como proyecto de República, una faena colectiva y de enérgico compromiso, no la "Nación" como entidad metafísica, invariable e inextinguible. Menos aun la Nación como mercado.
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La Forja.
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La Argentina problemática se debate ante un desafío nuevamente crucial. Lo crucial no ha sido excepción en nuestra joven historia. Una nación en construcción no puede evitar ni ignorar sus encrucijadas ni la necesidad de sus opciones.
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Nos comprometemos con la Democracia, no con esto que vivimos, su malsana invocación carente de pasiones y razones. Pero la Democracia exige hoy plantear con vital energía sus contenidos prácticos. Construir su legitimidad es reparar su soberanía herida. Es restablecer la organización estatal participativa, el derecho en toda su consistencia. Desde esa tríada republicana – Soberanía, Estado, Derecho - hay que recuperar el control y la gestión de nuestras riquezas comunes, (el crédito y la moneda, los recursos naturales, los servicios públicos esenciales, el sistema fiscal e impositivo, las instituciones representativas y la Justicia, la Universidad y la Escuela) Será poner todos estos instrumentos, que nos han sido confiscados, con el objetivo inequívoco de alcanzar el bienestar general. Lo que implica, en una realidad injusta, recuperarlos, en primer lugar, para los que no tienen techo, ni alimento, ni trabajo ni salario, ni salud ni educación, ni nada, que no sea su pasivo descontento.
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Es obvio que esta tarea de reparación fundamental de la República, para utilizar el léxico Yrigoyeniano, siendo la inicial e imprescindible, ha de exigir la consideración de otros problemas- Serán de otro estadio, pero no de menor significación: la reorganización federal, la reforma del régimen tributario, la reindustrialización, la incorporación de las nuevas tecnologías, la Reforma de la Universidad, las nuevas estrategias comerciales... Por eso hay que reinstalar las razones de un programa económico y social, con sentido nacional, vocación popular y convicción democrática. Y avivar la pasión de una práctica colectiva, articulada ideológicamente en grandes corrientes políticas.
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En tan trascendentes fines -hasta hoy postergados, distorsionados - no pueden caber las excusas de las restricciones financieras de la deuda externa. Ni la alegación de la inviabilidad del crecimiento autónomo en un mundo globalizado. Ni la inmutabilidad de las desigualdades sociales en el capitalismo maduro del siglo XXI, ni la postergación de la justicia distributiva en aras de la acumulación de capital para su posterior e hipotético derrame. Lo que es inviable, lo que es irracional en estas realidades, es la pretensión de alargar ese statu quo inhumano, es la permanencia del atraso y el aniquilamiento de toda esperanza redentora de los desposeídos, es la creencia de que el egoísmo y el desprecio pueden perpetuarse naturalmente, y que en todo caso, se podrá ejercer nuevamente la represión ilegítima. Para el Régimen la legalidad es un instrumento descartable que se ajusta a sus conveniencias e intereses, e invocándola, está siempre dispuesto a burlarla.
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Nuestra vida, la individual y la colectiva, es constitutivamente problemática, a veces absurda. Pero si alguna fatalidad admitimos es la que nos impulsa a lidiar contra ella, y de resistirnos a aceptar su validez moral. No amenaza la incertidumbre, sino, en todo caso, la cobardía. Pero sólo podemos tener miedo a la ineficacia para pensar y a las indecisiones para actuar. Cargados de riguroso vigor democrático, los ciudadanos enfrentamos el ineludible acoso de nuestros deberes incumplidos y de nuestras responsabilidades aletargadas. Forjar ese doble temple es el desafío que proponemos a los únicos que no pueden ser cómplices del pasado: los jóvenes.
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